La banalidad del mal y la cultura de la crueldad normalizada

La banalidad del mal y la cultura de la crueldad normalizada

Este texto busca reflexionar sobre la pregunta: ¿por qué, aun sabiendo que los animales no humanos sienten, muchas personas continúan participando en su explotación?


A la mayoría de personas veganas nos sucede que, tras hacer el cambio, nos invade una sensación de vergüenza y culpa por no haberlo hecho antes. Esa misma experiencia hace que después nos preguntemos por qué las demás personas, incluso aquellas cercanas a nosotras, no dan el paso a pesar de que les compartimos argumentos, datos y casos de éxito. Parece que no basta con nuestro discurso, nuestras explicaciones y nuestro ejemplo: el entorno sigue consumiendo animales. No hay una fórmula para convencer y eso produce frustración.


El comportamiento ético limitado

Una de las respuestas es que la ética personal de cada individuo tiene límites. Incluso personas que se consideran buenas y coherentes suelen justificar su consumo de animales con frases como: “soy lo mejor que puedo”. Hay una tensión entre valores abstractos (respeto, compasión, libertad) y las prácticas concretas de la vida cotidiana.

Existen factores externos que frenan las decisiones éticas, como la presión social, la comodidad o la tradición. Y también factores internos, como la falta de pensamiento crítico, los sesgos o los prejuicios. Por eso hay activistas de causas humanitarias que siendo sensibles a la falta de libertad, justicia y paz, sin embargo, no aplican los mismos principios cuando se trata de los animales no humanos.


La banalidad del mal según Arendt

La filósofa Hannah Arendt acuñó el concepto de “la banalidad del mal” al analizar el juicio a Adolf Eichmann, un burócrata nazi que organizaba la logística de los trenes hacia los campos de exterminio. Lo que impresionó a Arendt fue su incapacidad de pensar críticamente sobre lo que hacía. No era un fanático sanguinario ni un monstruo excepcional: era un hombre común, que se refugiaba en el papel de funcionario que cumplía órdenes.

Arendt escribió: “Lo que me impresionó de Eichmann fue su evidente incapacidad de pensar, no un defecto de inteligencia, sino de esa facultad que permite distinguir el bien del mal, lo bello de lo feo”.

La idea de Arendt ayuda a comprender que muchas personas no son malvadas en sí mismas, sino que simplemente no reflexionan sobre el impacto de sus actos. En el caso del veganismo, comer o usar animales se percibe como algo natural y cotidiano, (casi) nunca cuestionado. No basta con tener información o inteligencia: es decisivo detenerse a pensar en las consecuencias de nuestras acciones para poder elegir y actuar congruentemente con nuestros valores fundamentales.


Del mal banal al espectáculo del mal

Sin embargo, la idea de Arendt puede resultar incompleta. No todo mal ocurre por inercia o por falta de pensamiento. En ocasiones, la crueldad se ejerce con orgullo, como espectáculo compartido.

En la historia humana abundan ejemplos: militares que posan sonrientes después de haber destruido hogares de civiles, hombres que exhiben con orgullo la violencia contra una mujer, o multitudes que celebran discursos xenofóbicos. En todos estos casos no se trata de obediencia ciega ni de indiferencia, sino de un goce colectivo en la violencia.

Lo mismo ocurre con los animales no humanos, en muchas tradiciones culturales. Fiestas donde la sangre de un toro es aplaudida, peleas de gallos donde la agonía se convierte en diversión, rituales donde se exhibe la crueldad como parte de la identidad local. Aquí no hay banalidad: hay jolgorio, hay orgullo, hay odio de masas.


Otras formas para comprender la discriminación hacia el animal no humano

Existen distintas perspectivas que ayudan a entender cómo se produce este tipo de crueldad:

  • Autoritarismo: un líder fuerte puede dar permiso para liberar un odio latente que en otras circunstancias permanece oculto. Gobiernos o dirigentes que promueven campañas de exterminio de animales considerados “plaga” (lobos, zorros, perros callejeros) generan un clima donde la crueldad hacia estos animales se vuelve aceptable, incluso “patriótica”.
  • Psicología social: los grupos tienden a cohesionarse atacando a un “otro”, y la violencia se transforma en fiesta de identidad colectiva. En las corridas de toros o peleas de gallos, la multitud se cohesiona vitoreando la agonía del animal; presenciar el sufrimiento y la agonía se convierte en un signo de pertenencia al grupo y de identidad cultural compartida.
  • Historia moderna: el odio no desapareció con la civilización moderna, sino que se organizó burocráticamente al servicio de intereses de poder. La industria cárnica y láctea organiza el sufrimiento animal en cadenas de producción masivas y anónimas. No se trata de odio personal, sino de una estructura organizada que convierte la explotación en rutina, al servicio de la economía global.
  • Antropología: la violencia ritualizada contra animales u otros grupos puede funcionar como un mecanismo de cohesión cultural, transformando el sufrimiento en espectáculo compartido. Rituales festivos como las matanzas colectivas de cetáceos en las Islas Feroe o las vaquilladas en pueblos ibéricos convierten la violencia en espectáculo, donde el dolor animal se justifica como tradición y se celebra como unión comunitaria.

Cada una de estas miradas muestra que el mal no siempre surge únicamente de la falta de pensamiento: también puede ser cultivado, celebrado y defendido como parte de una cultura.


Pensar y sentir con el otro, como bien colectivo y también individual

Para muchas personas, comer o usar animales es banal: una costumbre heredada que no se cuestiona. En otros contextos, el abuso animal se celebra como entretenimiento, reforzado por excusas como “es tradición” o “así ha sido siempre”. En ambos casos, lo que está en juego es nuestra capacidad de detenernos a pensar y de ponernos en el lugar del otro.

Arendt tenía razón: el mal puede ser banal, pero también puede convertirse en espectáculo. Y en cualquiera de sus formas, nos invita a preguntarnos qué nos pasa cuando participamos en el sufrimiento de otro ser. Cada vez que lo hacemos, perdemos un poco de nuestra sensibilidad y contribuimos a una cultura de odio normalizado.

El desafío es cultivar el pensamiento crítico y la empatía, cuestionar lo que damos por sentado y ampliar nuestra ética de libertad, respeto y compasión a todos los seres sintientes. No ignorar al otro es también cuidarnos: cada gesto de empatía preserva la sensibilidad que nos permite conocer, comprender y transformar el mundo.


Amapola.

Enviar mensaje

Se enviará un email al negocio